Por: César Melgar
«El mal uso e interpretación de vocablos, principalmente en el espectro político, es un mal constante a través del tiempo y la historia.»
En los últimos días se ha sonado de manera constante la palabra soberanía. Esto, derivado, entre otros sucesos, por el intento de lobby que algunos políticos realizaron en Washington sobre asuntos diplomáticos. Individuos de diversas partes del mundo invocan este vocablo para justificar actos que van en consonancia con sus agendas e intenciones, y de esa forma, obtener algún tipo de respaldo. Dicha palabra es emocional, y al utilizarse como un recurso retórico, fácilmente se cae (o se busca caer) en la falacia del tipo “sofisma patético”. Esta falacia busca evitar la argumentación persuasiva, y al contrario, apela a las emociones del auditorio para sostener un punto de vista.
Y si buscamos una definición consensuada de soberanía, veremos, que la mayoría de autores célebres que han tratado el tema (Hobbes, Rosseau, Locke, entre otros), la definen como el poder y la voluntad política de un pueblo o sociedad para organizarse, y cuyo fin es vivir en armonía. Este poder, esta voluntad, emana del pueblo mismo (y la diferencia entre las diversas teorías radica en cómo se manifiesta dicho poder, y sobre quién es el depositario del mismo).
En Guatemala nos hemos quejado constantemente del tipo de personas que se encargan de los asuntos públicos, buscadores de renta cuyo oficio no es precisamente velar por el bien común de los ciudadanos. Y se deja en manos del Estado la solución de una infinidad de problemas, como si este fuera un ente ajeno a cada uno de nosotros. Pero un pequeño recordatorio de teoría política básica: Nosotros también somos parte del Estado, y por tanto, también tenemos compromiso y obligación en cuanto a esas soluciones exigidas.
Entonces, quienes tenemos la responsabilidad por el tipo de políticos que existen en Guatemala, somos nosotros, la sociedad civil, el pueblo soberano, de quien emana el poder, (depositario del mismo sobre estos personajes, de los que tanto nos quejamos).
Y allí es donde viene el desafío. Qué el pueblo de Guatemala llegué a tal consenso (el de tener como paradigma la existencia de instituciones para el funcionamiento del ente Nación-Estado), y que las personas que ocupen esos cargos de servicio público sean idóneas (técnica y éticamente), para trabajar en beneficio de cada uno de los guatemaltecos. Y por supuesto, que cada ciudadano, cumpliendo con sus responsabilidades, pueda escrutar y exigir cuentas de lo actuado por los servidores públicos. De esa cuenta, también se evitaría esa injerencia de la que tanto se quejan algunos sectores, al no tener que recibir recomendaciones de actores externos, en cuanto a la manera en la que se desarrolla el quehacer político nacional.
