Miro tras la ventana. La gente corre de un lado a otro en sus vehículos. El estrés consuma sus miradas. Todos intentan arrancar los primeros en la puesta de luz verde. El bullicio y parloteo son los invitados en nuestros tímpanos. Los vistazos penetrantes y acelerados adquieren protagonismo. Parecemos marionetas flotando en el tiempo y en el espacio, conociendo nuestra dirección pero no nuestro destino. Cabalgamos al ritmo de un rumbo. El final es misterio. No sabemos si llegaremos a la dirección que deseamos, pero al menos lo intentamos.
Así el epicentro de nuestras vidas somos nosotros mismos. Construimos cada día nuestro final incógnito, nuestro destino. Somos los protagonistas de nuestra historia. Nadie nos puede arrebatar ese papel en el lapso de nuestra existencia. A primera vista, tenemos una gran responsabilidad por delante. No obstante, debemos encontrar las partes mágicas que encajan dentro de nuestra burbuja personal. Personas, lugares, recueros, risas, y por qué no, sueños. Con todo ello, enriquecemos una ruta más extraordinaria y llevadera.
Ahora bien, debajo de todo esto, sufrimos un grave problema de fondo. Nuestra burbuja está podrida por lo superficial y lo material. El núcleo del entresijo se centra en mirar a la gente por fuera. Nadamos en la superficie de su cara, pinta, mirada, gestos, pelo… Nos quedamos ahí, en su envoltorio. Rozamos la apariencia, la simpleza y la estupidez de la imagen.
Somos tan sumamente frágiles que preferimos ponernos máscaras. Así nos sentimos más protegidos ante el entorno, sin actuar tal y como somos. Pretendemos dar a conocer a los demás una imagen trucada de nuestra personalidad».
Lo preocupante es que cada vez vamos a más. Es difícil encontrar a personas que hayan dejado su máscara guardada; que sean ellos/as mismas. Que no tengan miedo a darse a conocer desde adentro, ya que lo más fácil es darse a conocer desde afuera.
Abogo porque la gente se olvide de las caretas y disfraces. Que no les importe dejarse al descubierto. Mostrar sin pudor sus flaquezas y fortalezas, miedos y fantasías. Así, las personas no tendrían recelo a ser transparentes. Dejaríamos de ser presuntuosos a la hora de hablar y actuar. Muchas de las necedades que revoletean frecuentemente a nuestro alrededor, se desvanecerían. La hipocresía carecería de significado en los diccionarios y en nuestras mentes.
Si fuéramos más de verdad, el mundo se contagiaría de ello avivadamente. Empezando por mejorar nosotros, acabaríamos reparando muchas partes podridas de nuestro alrededor. La veracidad jugaría un papel más destacado en la cotidianidad. Confiaríamos más en nosotros mismos y en los demás al exponernos sin tapujos.
En el fondo, cada uno de nosotros somos únicos y singulares. Dejando las caretas a un lado, conseguiríamos serlo aún más. Nos conoceríamos mejor, de forma sencilla y natural. Incluso viviríamos más intensamente en nuestra burbuja, sin sufrir el peso que conlleva llevar caretas.
Haríamos y diríamos lo que de verdad sentimos. El aparentar dejaría de ser una forma de ser. No nos quedaríamos en el packaging, sino en el sabor y la esencia. En definitiva, seríamos mucho más: más de verdad, más auténticos y más felices.
Cabe destacar la influencia preponderante que el sector audiovisual y publicitario ejercen en la sociedad. Promueven maneras de ser. Se adentran en nuestro subconsciente animándonos a portar máscara. Incitan a la copia, no a lo original. Promueven estereotipos ficticios bien estudiados. Sin ir más lejos, pongo como ejemplo a las telenovelas. ¿Cuánto daño hacen en los patrones culturales?
Lo dañino es que los receptores tienden a calcar estos roles, y aquí reside el problema. Dan pautas de comportamiento y consejos de cómo debería de ser nuestra imagen. Actúan masivamente y suscitan a la apariencia arrimándola a la copia.
Deberíamos intentar poner remedio a este problema. Nos complicamos la vida pensando en el qué dirán. Empezar por quitarnos las máscaras aparentadoras, la coraza protectora o el muro indestructible es una de las primeras consideraciones a tener en cuenta. Nos son más que mecanismos de defensa con los que intentamos evadirnos o escondernos de la realidad. Las máscaras, corazas y muros obstruyen nuestra originalidad innata como seres humanos. Nos convertimos en duplicados perdiendo lo vital. Todos somos distintos; somos una burbuja y vivimos en nuestro propio mundo. Eso es lo especial y mágico que tenemos cada uno. Nada ni nadie tiene derecho a cambiarlo. Por ello, debemos controlar las influencias ajenas que nos imposibilitan a ser nosotros. Sólo así nuestra pequeña burbuja individual dejará de estar podrida.